Paralelismo
En el bosque habita un dios
(quien sea ese dios es cosa incierta).
Virgilio en la Eneida (VIII, 352)
Ya sé que, de entrada, este título puede extrañaros y,
sin duda, os sonará a una presuntuosa pedantería. Intentaré explicarlo.
No descubro nada diciendo algo tan sabido como que el
Renacimiento representó en la historia de la humanidad un
despertar, un abrir los ojos y un desvelar unas posibilidades que, hasta ese
momento, estaban adormecidas. Ciertamente se habían conseguido grandes logros
pero faltaba ese convencimiento pleno en la capacidad de las propias facultades
del ser humano.
Pues bien, hoy con la perspectiva que da el paso de los
años, me doy cuenta de que, salvando las distancias y las medidas, a mí me pasó
algo similar en mi vida. Sí, yo también experimenté un simulacro de Renacimiento
allá por el año 1987. En mi caso particular algo nuevo se puso en marcha, algo
que me hizo ver y entender de diferente manera el mundo que me rodeaba,
desencadenándose un proceso lento pero muy positivo.
Una cierta sensación de encorsetamiento se iba apoderando
de mí, causándome desazón, con la sospecha de que el ámbito profesional estaba
apagando otras inquietudes que andaban por ahí brujuleando y que sacaban la
cabeza, de vez en cuando. Todo me parecía válido, pero sin la suficiente consistencia
como para llenar una vida entera.
Aparecieron nuevos libros. Y el proceso se desencadenó precisamente en aquella parcelas que me habían sido más cercanas y más queridas: la montaña y el paisaje. Pasaba
muchas horas pateando trochas y senderos pero, ¿sabía yo interpretar la belleza de todo lo que tenía ante mis ojos?
En este nuevo caminar, en aquel año de 1987, cayó en mis
manos de manera fortuita, un libro, Andanzas y visiones españolas de Miguel de
Unamuno y aquello fue un verdadero regalo, una acariciante entrada de aire
fresco. Aquel ejemplar de la colección Austral lo guardo todavía como una
joya; está desecho, con las hojas sueltas y lleno de subrayados, porque me
parecía que todo, casi todo, merecía la pena ser leído con fruición y detenimiento.
Cuando lo repaso ahora, tan usado y achacoso, tan sobado y
maltrecho, me parece casi un objeto de culto, generador de tantas satisfacciones
en aquellos años. Desde luego fue un amigo generoso.
Pero siguieron muchas otras lecturas que tampoco quisiera olvidar: el desconcertante José Mª
de Areilza escribió una serie de artículos en la prensa, que luego
se recopilaron y Austral los publicó bajo dos títulos: Prosas escogidas y Paisajes y
semblanzas. Ambos despertaron en mí el gusto literario para reconocer cómo se
podían aunar paisaje e historia.
Y fueron surgiendo otros descubrimientos. El primero, nada
menos que Séneca, en sus Epístolas a Lucilio; este fue un regalo de mi hijo Manolo en el año 1996, con una
dedicatoria que hacía referencia a una frase: ¿Me preguntas en qué he
aprovechado? He comenzado a ser mi propio amigo. Ahora, todavía, veinte
años después, sigo sacando enseñanzas de este compendio de sabiduría.
La lectura de Séneca siempre me proporcionaba
sosiego, fuerza para superar las adversidades, guías para conducirme, en
definitiva me enseñó que había muchas formas de vivir y morir con dignidad.
Sucesivamente fui leyendo otras páginas
inolvidables por el inmenso provecho que me proporcionaron. Aunque la lista
sería amplia, uno de los que no puedo dejar de mencionar fue las Memorias de Adriano. Su lectura
reiterada, casi enfermiza, me dejaba siempre en el temor de que yo no era capaz
de alcanzar el fondo de su trasunto. La delicadeza de la exposición y el
perfecto encaje de cada palabra eran como agujas penetrantes que, lejos de
producir desasosiego, me transmitían confort y serenidad. Bálsamos inesperados que
fueron muy bien recibidos en aquellos días. En sus relatos se alternaban la
dulzura y la crueldad con un ritmo desconcertante, por lo que había que leer y
releer mil veces. Y, aun hoy, lo sigo releyendo, consciente de que
nunca se agotará el filón de ideas que propone la autora, Marguerite Yourcenar.
Hoy, al paso de los años, se
han ido sucediendo otras etapas, pero ninguna de ellas fue, o está siendo, tan apasionante como aquel
despertar de finales de los años 80. Despertar, descubrimiento, renacimiento,
la verdad es que no sé muy bien cómo llamarlo pero lo cierto es que, impulsado
por una extraña motivación, yo exploré nuevas vías hasta conocerme mejor a mí
mismo.
Concluyo sosteniendo que la
vida me sigue pareciendo un regalo de Dios, al cual nunca terminaré de
agradecer todo lo que recibo día a día. Pero también me remito, de nuevo, a
Marguerite Yourcenar cuando afirmaba que la vida es como montar un caballo, del
cual gozas sin límites por su resistencia y su fidelidad, pero siempre que lo
hayas previamente adiestrado.
Abril 2016, San Lorenzo de El Escorial
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