domingo, 8 de mayo de 2016

Yo también tuve un Renacimiento


Paralelismo

En el bosque habita un dios (quien sea ese dios es cosa incierta). 

Virgilio en la Eneida (VIII, 352)

Ya sé que, de entrada, este título puede extrañaros y, sin duda, os sonará a una presuntuosa pedantería. Intentaré explicarlo.
No descubro nada diciendo algo tan sabido como que el Renacimiento representó en la historia de la humanidad un despertar, un abrir los ojos y un desvelar unas posibilidades que, hasta ese momento, estaban adormecidas. Ciertamente se habían conseguido grandes logros pero faltaba ese convencimiento pleno en la capacidad de las propias facultades del ser humano.
Pues bien, hoy con la perspectiva que da el paso de los años, me doy cuenta de que, salvando las distancias y las medidas, a mí me pasó algo similar en mi vida. Sí, yo también experimenté un simulacro de Renacimiento allá por el año 1987. En mi caso particular algo nuevo se puso en marcha, algo que me hizo ver y entender de diferente manera el mundo que me rodeaba, desencadenándose un proceso lento pero muy positivo.
Una cierta sensación de encorsetamiento se iba apoderando de mí, causándome desazón, con la sospecha de que el ámbito profesional estaba apagando otras inquietudes que andaban por ahí brujuleando y que sacaban la cabeza, de vez en cuando. Todo me parecía válido, pero sin la suficiente consistencia como para llenar una vida entera.
Aparecieron nuevos libros. Y el proceso se desencadenó precisamente en aquella parcelas que me habían sido más cercanas y más queridas: la montaña y el paisaje. Pasaba muchas horas pateando trochas y senderos pero, ¿sabía yo interpretar la belleza de todo lo que tenía ante mis ojos? 


En este nuevo caminar, en aquel año de 1987, cayó en mis manos de manera fortuita, un libro, Andanzas y visiones españolas de Miguel de Unamuno y aquello fue un verdadero regalo, una acariciante entrada de aire fresco. Aquel ejemplar de la colección Austral lo guardo todavía como una joya; está desecho, con las hojas sueltas y lleno de subrayados, porque me parecía que todo, casi todo, merecía la pena ser leído con fruición y detenimiento. Cuando lo repaso ahora, tan usado y achacoso, tan sobado y maltrecho, me parece casi un objeto de culto, generador de tantas satisfacciones en aquellos años. Desde luego fue un amigo generoso.
Unamuno continuó hechizándome con otro ensayo: Paisajes del alma.
Pero siguieron muchas otras lecturas que tampoco quisiera olvidar: el desconcertante José Mª de Areilza escribió una serie de artículos en la prensa, que luego se recopilaron y Austral los publicó bajo dos títulos: Prosas escogidas y Paisajes y semblanzas. Ambos despertaron en mí el gusto literario para reconocer cómo se podían aunar paisaje e historia. 
Y fueron surgiendo otros descubrimientos. El primero, nada menos que Séneca, en sus Epístolas a Lucilio; este fue un regalo de mi hijo Manolo en el año 1996, con una dedicatoria que hacía referencia a una frase: ¿Me preguntas en qué he aprovechado? He comenzado a ser mi propio amigo. Ahora, todavía, veinte años después, sigo sacando enseñanzas de este compendio de sabiduría. 
La lectura de Séneca siempre me proporcionaba sosiego, fuerza para superar las adversidades, guías para conducirme, en definitiva me enseñó que había muchas formas de vivir y morir con dignidad. 
Sucesivamente fui leyendo otras páginas inolvidables por el inmenso provecho que me proporcionaron. Aunque la lista sería amplia, uno de los que no puedo dejar de mencionar fue las Memorias de Adriano. Su lectura reiterada, casi enfermiza, me dejaba siempre en el temor de que yo no era capaz de alcanzar el fondo de su trasunto. La delicadeza de la exposición y el perfecto encaje de cada palabra eran como agujas penetrantes que, lejos de producir desasosiego, me transmitían confort y serenidad. Bálsamos inesperados que fueron muy bien recibidos en aquellos días. En sus relatos se alternaban la dulzura y la crueldad con un ritmo desconcertante, por lo que había que leer y releer mil veces. Y, aun hoy, lo sigo releyendo, consciente de que nunca se agotará el filón de ideas que propone la autora, Marguerite Yourcenar.
Hoy, al paso de los años, se han ido sucediendo otras etapas, pero ninguna de ellas fue, o está siendo, tan apasionante como aquel despertar de finales de los años 80. Despertar, descubrimiento, renacimiento, la verdad es que no sé muy bien cómo llamarlo pero lo cierto es que, impulsado por una extraña motivación, yo exploré nuevas vías hasta conocerme mejor a mí mismo.
Concluyo sosteniendo que la vida me sigue pareciendo un regalo de Dios, al cual nunca terminaré de agradecer todo lo que recibo día a día. Pero también me remito, de nuevo, a Marguerite Yourcenar cuando afirmaba que la vida es como montar un caballo, del cual gozas sin límites por su resistencia y su fidelidad, pero siempre que lo hayas previamente adiestrado.



 Abril 2016, San Lorenzo de El Escorial

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