sábado, 11 de febrero de 2017

Santa María de Moreruela (Zamora)

Lo que siempre permanece.
Nada hay más hermoso que las ruinas de un templo hermoso.




Llevado de ese insaciable apetito por conocer lugares nuevos, de repente, como por arte de magia, estábamos frente a las ruinas del monasterio cisterciense de Santa María de Moreruela, en plena Tierra de Campos.
Cenobio del siglo XII, caos de vestigios arquitectónicos donde todavía se alza enhiesto el ábside que, visto desde fuera, presenta tres pisos, el inferior con siete capillas alojadas en sus correspondientes absidiolos. Prototipo de arquitectura cisterciense donde predomina la austeridad y la sencillez, con escasas concesiones ornamentales que no sean las de algún que otro capitel, ménsulas o arquivoltas, que andan por el suelo esparcidos. Reina la sobriedad que se funde con la naturaleza que la envuelve.
También pasó por aquí el torbellino de la Desamortización en 1835. Lo que hoy queda son sillares que resisten empecinadamente contra la lluvia, la cellisca, el hielo de los amaneceres zamoranos y, tal vez, el más indomable de todos los enemigos: el paso del tiempo. Porque estas insignes piedras llevan aguantando el olvido cuestión de siglos y, a lo que parece, no sé qué misterioso escudo las protege, puesto que aún se muestran altivas. ¿Será que están todavía protegidas por una capa del misticismo impregnada al cabo de los siglos de fervor cisterciense?
Porque aquí, entre los zarzales que trepan por lo que fue claustro de silencios, entre las higueras que se retuercen en el antiguo huerto y sobre las basas de columnas que denuncian la ausencia de fustes, deben flotar todavía  espíritus protectores que cuidan de estas doloridas ruinas. ¿Qué fuerza sostiene todavía en pie a este orgulloso ábside? Insondable misterio, difícil de desvelar.


La iglesia con su ábside y el claustro del que solo quedan ya las losas desgastadas, se nos ofrecen ahora arropados por los cantos de los pájaros, las lagartijas regateando por los muros y las hierbas silvestres campando a su aire, mientras en las alturas de los viejos olmos y chopos se cobijan las garzas reales y en lo alto de la espadaña mantienen orgullosas sus nidos las cigüeñas. Es como si la naturaleza, consciente de la ingratitud del olvido, acudiera prestamente a cuidar de lo imperturbable, de todo aquello que, probablemente, ya no se derrumbará nunca.
En pocos lugares he palpado tan intensamente esta comunión entre naturaleza e historia, que aquí se tienden la mano, en medio de un penetrante silencio.
Y, ¡cómo no!, por aquí también pasó en su constante peregrinaje Miguel de Unamuno, en un Domingo de Resurrección, allá por 1911. Y aquí, inspirado por las piedras de este viejo monacato, reflexionó sobre cosas trascendentes, confesándonos su ya inveterada pasión por la quietud y la calma: solamente en el agua estancada pueden brotar las flores, escribía, probablemente pensando en aquellos monjes cistercienses que, entre estos muros quietos, muy quietos, dialogaban con Dios.
Y también aquí, quizás a la intemperie y en la desolación, pero con su proverbial templanza, don Miguel debió escuchar la voz de su Dios inasible cuando clamaba en su verso: Si me buscas es porque me encontraste.
Cuando nos marchábamos declinaba el sol; estábamos detrás del ábside que jugaba al contraluz con los arreboles vespertinos, filtrándose a través de los ventanales, mostrando vivo todavía el último resplandor crepuscular. 
Y a este seguirán muchos otros resplandores crepusculares. Y es que aquí, en Moreruela, es verdad que la eternidad se ha hecho dueña y señora del lugar y desafía al paso del tiempo.

(De mi libro Vivencias)