sábado, 1 de julio de 2017

El Duomo de Siracusa


En Sicilia es normal que el viajero se vea desbordado ante la continua presencia de tantos testimonios culturales, tan cercanos y agrupados, de tal suerte que en esa corta superficie de tierra mediterránea podemos admirar un muestrario de las esencias de la civilización occidental. Y tal concentración puede generar una cierta saturación que nos despiste y que nos llegue a confundir; por eso, tras una estancia siciliana, hay que reposar y releer para sedimentar lo visto y situarlo en su justo posicionamiento.
Ese es nuestro caso, y ahora, pasados unos días, recordamos y recuperamos el verdadero sentido de alguno de los lugares visitados, como, por ejemplo, el Duomo de Siracusa. 
En el centro neurálgico de Ortigia, la pequeña isla de no más de 1 km2, separada por dos puentes del resto de la ciudad. Nos parece casi un milagro que, en tan poco espacio, se pueda condensar un pasado tan intenso. Porque si la historia de Sicilia ha sido apretada y rica como pocas, que decir de la de Siracusa por la que han pasado todas las culturas y civilizaciones mediterráneas que, como bien sabemos, han sido muchas y con notables vitalidades creativas.


Ortigia nos ofrece sorpresa tras sorpresa cuando el visitante deambula por sus estrechas callejuelas por las que aparecen y desaparecen una sucesión de palacetes e iglesias barrocas. Y la mayor estupefacción llega en la plaza central del Duomo, con edificios recién restaurados cuyo color calizo rabioso nos entra por todos los lados. Y entre todos, destacando, la fachada principal de la catedral, igualmente barroca y elegantemente restaurada tras un terremoto. Porque en tierras sicilianas se puede llegar a la saturación de barroco, algunas veces cargante y renegrido hasta el punto de convertirse en decadente.
Ahora bien, todavía nos aguarda otra admiración mayor, cuando entramos en la nave central de las tres que componen el gran templo catedralicio. Tras el barroquismo exterior, por dentro esperábamos encontrarnos más de lo mismo. Sin embargo, ahora vemos un cambio radical de escenario; excepto en el ábside, lo barroco deja paso a la sobriedad impuesta por unas severas arcadas sostenidas por sólidos pilares, detrás de las cuales, en las naves laterales, destacan los impresionantes fustes acanalados dóricos de una anterior templo griego de Atenea sobre el que se levantó el edificio cristiano.


Tras las reconstrucciones de dos terremotos en 1542 y 1693, se rehízo el templo cristiano, yo diría que bajo la protección de la estructura pagana que se mantuvo en pie desde el siglo V aC. Magnífica lección de respeto hacia la precedente historia pagana, durante tantos años enfrentada al naciente cristianismo. Prevaleció la inteligencia y así han llegado hasta nuestros días ambas: la columnas del templo de una divinidad griega que sostiene y envuelve al templo cristiano. Solo los agentes naturales intentaron su destrucción, pero inteligentes arquitectos encontraron la fórmula de la convivencia que ha hecho posible que ambas edificaciones lleguen en pie hasta nuestros días. Una, la más vetusta, envolviendo y protegiendo a la cristiana.



Estamos seguros de que tanto la diosa Atenea como el Dios cristiano estarán complacidos al comprobar cómo, al menos en esta ocasión, los humanos hemos sido capaces de hallar las vías de entendimiento liberador y enriquecedor.