domingo, 25 de junio de 2017

Capilla Palatina en Palermo


Para un buen viaje, nada mejor que una buena guía, y si el viaje se proyecta a Sicilia, entonces la guía pasa de ser un elemento recomendable a uno imprescindible, y esto lo afirmamos porque Sicilia es, ante todo, una isla intensa, es un trozo de la Italia más profunda, donde el paso de culturas colonizadoras ha dejado tantos testigos que, hoy, todos ellos se aglomeran, entremezclan y hasta se confunden: fenicios, cartagineses, griegos, romanos, bizantinos, árabes, normandos, aragoneses, españoles, los Borbones de Nápoles, Saboya y Austria y, finalmente, las tropas de Garibaldi. Todos pasaron por la antigua Trinacria de los griegos, nombre que aludía a su forma triangular, feraz tierra que, amada y deseada por todos, siempre fue colonizada pero nunca doblegada y que ha conseguido mantener sus esencias tras veinticinco siglos de sucesivas oleadas de amantes, unas veces respetuosos, otras avasalladores y las mas ambiciosos que pretendían la riqueza de sus cereales, el goce de su clima y su posesión estratégica en el centro del mundo mediterráneo, que era casi todo el mundo.
Una amiga nuestra nos dejó una guía escrita por un gallego, Miguel Reyero, que tras dieciocho años de continuas visitas y lecturas sicilianas, se ha empapado de la isla y lo sabe transmitir con una prosa ágil y directa. Y el nos cuenta como hubo un momento mágico en la densa historia siciliana, el de la etapa entre 1060 y 1194, cuando arribaron a las costas sicilianas un escaso contingente de mercenarios normandos acaudillados por un tal Roger “el atrevido”. Y aquí viene el milagro, este Roger cristianizó la isla pero integrando a musulmanes, bizantinos, griegos y latinos mediante un parlamento donde todos tenían su sitio; escuchó sus demandas, repartió poderes y el milagro surgió rozando la quimera de un paraíso incrustado en pleno medievo.


Y en ese paraíso surgió el arte normando o arabo-normando, que sumaba elementos y no excluía nada y en un éxtasis de eclecticismo brotó una joya refulgente: la pequeña capilla Palatina de Palermo. Pocas veces nos hemos sentido tan desconcertados como, cuando tras cruzar el umbral de una discreta puerta, nos hemos visto inmersos en una especie de joyero en el que destellan millones de teselas bizantinas repartidas por cúpulas, ábside, arcadas y muros, que representan escenas del Antiguo y del  Nuevo Testamento. Por debajo de los mosaicos, un zócalo de mármol con incrustaciones de pórfido de temática árabe, lo mismo que el pavimento. Y por encima el fascinante artesonado con mocárabes, quizás con inspiraciones persas. Leemos en nuestra guía que en las cenefas hay inscripciones en árabe que hablan del amor al prójimo, de la felicidad, del respeto, del poder y de la prosperidad.


Y así llegamos al sumun de la luminosidad en el ábside, con figuras y escenas bíblicas presididas por la protectora mirada del Pantocrator omnipresente. Es, desde luego, lugar para el sobrecogimiento, pero también para la oración sincera, si no fuera por las oleadas de turistas atónitos que se suceden ininterrumpidamente. 


Los humanos siempre han buscado la Verdad, con mayúsculas, pero con frecuencia se han contentado con verdades, con minúsculas. Las culturas y, sobre todo, las religiones, no siempre han estado para edificar y confluir sino para destruir y disgregar, por eso la pequeña capilla Palatina de Palermo nos enseña un edificante modelo que ha resistido veinte siglos de guerras, terremotos y vandalismos. Es un modelo de convivencia entre culturas, de ecumenismo y, en definitiva, de entendimiento.
Por todo esto, en nuestra guía se califica a esta capilla Palatina como una de las mayores emociones artísticas que se pueden ofrecer a un atento viajero, no solo en Sicilia sino en toda Europa. Y creo que tiene razón.