miércoles, 14 de marzo de 2018

Duelo a garrotazos



En IDEAS del 11 de marzo 2018 se trata lúcidamente el asunto de las luchas fratricidas que han desangrado la humanidad desde sus orígenes hasta nuestros días. Y, cómo no, como inefable soporte gráfico, se acude al conocido óleo del inmortal Goya, Duelo a garrotazos.
Siempre se han dado miles de explicaciones a este esclarecedor lienzo. Yo creo que el barrizal que impide moverse a los dos contrincantes es, simplemente, el fanatismo que los ancla al suelo, optando ambos por destruirse a palos antes de razonar y analizar los “por qués” de cada uno de ellos.  
Muy relacionado con este asunto del fanatismo, unas páginas después, el escritor israelí Amos Oz cuenta esta graciosa anécdota que transcribimos:

Cuando yo era pequeño, mi abuela Shlomit me explicó cuál era la diferencia entre un judío y un cristiano: Los cristianos -decía mi abuela- creen que el Mesías ya estuvo aquí­, y que algún día volverá. Y nosotros, los judíos, creemos que el Mesías no ha venido, pero que vendrá algún día. Esta discrepancia -reflexionaba mi abuela en voz alta- ha traído al mundo tanto odio y tanta ira, persecución de judíos, Inquisición, pogromos, genocidios. Pero ¿por qué? ¿por qué sencillamente no nos ponemos todos de acuerdo, judíos y cristianos, en aguardar con paciencia a ver lo que ocurre? Si el Mesías llega un día y dice: "Hace mucho que no nos vemos, me alegro mucho de volver a veros", los judíos tendrán que reconocer su error.
Pero si, al llegar, el Mesías dice: "How do you do? Encantado de conoceros" el mundo cristiano en su totalidad tendrá que disculparse ante los judíos. Hasta entonces- concluía mi abuela-, hasta la llegada del Mesías, ¿por qué no podemos sencillamente vivir y dejar vivir a los demás?”

Yo, personalmente, siempre he creído que las barbaridades suelen ir engañosamente arropadas por peligrosos compañeros de viaje, étnicos, religiosos, económicos, políticos y sociales que dificultan, desde un punto de rigurosa historicidad, el análisis objetivo de cada caso
Pero, aún así, la abuela de Amos Oz tenía razón.