jueves, 21 de julio de 2016

El viaje de Cyntia



En nuestras vidas, sostienen algunos que el pasado ya casi no cuenta, que es como un cajón de sastre en el que hay mezcladas diferentes historias de distinta entidad. Las hay más etéreas y las hay más pegajosas, y algunas están más metidas dentro, que dejan más cicatrices y que no se pueden olvidar fácilmente. Pero uno sabe muy bien cuales de esas historias no le abandonarán nunca, marcándole de forma indeleble toda su vida.
Este es el caso de Cyntia, que nació en el sur de Benin, en la zona de Oesé. Allí, en medio de un paisaje de suaves colinas, sobre tierras rojas que se alternan con verde arbolado, conviven tigres, jirafas, cebras, monos, corzos, canguros, tortugas, serpientes y erizos. Paisaje africano pleno de color y de vida, lleno de energía y de luz de atardecer, pero, también, rebosante de sufrimiento.


Era la menor de nueve hermanos y pronto perdió a sus padres. A los 14 años marchó a Bini, ya en Nigeria, para estudiar en el colegio, pero no lo consiguió porque las necesidades de la casa de su hermano mayor donde residía, la obligaron a sustituir los libros y los cuadernos por las tareas domésticas. Durante dos años, el trato por parte de la cuñada se fue endureciendo. Aguantó hasta enfermar teniendo que ser asistida por un vecino y un médico pero, cuando se recuperó, no dudó en tomar un autobús para regresar a su pueblo de origen. 
Poco después, una prima suya la sugirió la idea de dar un vuelco a su vida en busca de mejores expectativas y todo esto solo sería posible emigrando hacia España. Ella le pagaría el pasaporte y el viaje con la implícita promesa de que, luego, ya desde allí, fuese su contacto para repetir ella la misma experiencia. Cyntia tomó la decisión, recogió algún dinero de sus familiares y comenzó la que iba a ser la gran aventura de su vida.
Desde Oesé viajó hasta Bini, arregló los papeles y marchó a Lagos donde contactó con el mafioso de turno que, previo pago de unos 1000 €, se comprometió a llevarla en avión a España. Pronto se dio cuenta del engaño cuando comprobó que el transporte no iba a ser, precisamente, cosa de horas en un cómodo avión. En aquellos difíciles momentos, Cyntia ocultó su embarazo porque, caso de declararlo, no la admitirían en el grupo, obligándola a abortar. Y ella sabía muy bien que lo que llevaba en su vientre era suyo, su única propiedad y su mejor garantía para un futuro feliz.
Así que con sus intensos y valientes 17 años, se subió a un destartalado autobús con otras siete personas desconocidas, con dirección a el Congo, también desconocido, con la esperanza de llegar a un mundo más llevadero, pero también desconocido. 
Tras varias semanas de espera e incertidumbre, en Mali cambió el responsable del viaje, apareciendo otro personaje que, supuestamente, sería el que les llevaría a Marruecos. Ya en el desierto llegaron a la frontera, a un lugar llamado Tanda, donde tuvieron que esperar otros tres meses. La dueña de la pensión donde residían se dio cuenta del embarazo y, sin mediar otra explicación, echó a Cyntia a la calle, por la noche, en medio de las casas de adobe del desierto solitario y silencioso. Entonces tomó conciencia de su soledad, de su desamparo, sin más pertenencias que algo del dinero familiar que todavía guardaba y, desde luego y sobre todo, su vientre alojando su esperanzador futuro. Providencialmente apareció entonces una compatriota amiga que la ayudó y la llevó a su casa.
Buscó y encontró otro mafioso que le pidió otros 500 € por llevarla a Canarias. Partieron en una furgoneta por la noche, pero fueron detenidos por la policía marroquí. Cyntia forcejeó con ellos, con las fuerzas que solamente proporciona la desesperación, pero, finalmente, se desmayó, cayó al suelo y cuando abrió los ojos, estaba ya en la cárcel. Días después, la sacaron de la prisión junto con el resto de sus compañeros y les abandonaron en las cercanas montañas, en medio de la nieve, en una noche cerrada. Tuvieron que refugiarse en una mina abandonada, sin luz y sin apenas abrigo para combatir el frio nocturno.
Caminando penosamente hacia el norte durante unas dos semanas, llegaron a las proximidades del mar. En una vieja edificación esperaron unos cuatro meses hasta que las condiciones meteorológicas fuesen aceptables para la navegación. El rumor del mar parecía traer los dulces sones de un mundo que se ofrecía como más justo y prometedor.  
Una determinada noche los llevaron hacia una playa. Pero aquel mar estaba amenazante y oscuro y los compañeros de viaje rehusaron embarcarse, porque, al parecer, aquella vulnerable balsa había ya fracasado previamente en dos intentos y, podía estar hasta embrujada o maldita. Los nigerianos del grupo deliberaban, pero Cyntia sabía que no tenía tiempo que perder, porque el bebé estaba a punto de irrumpir. Además, a ella le empujaban otras dos fuerzas irresistibles y decisorias: Dios y el recuerdo de su madre.
Nada más llegar a Las Palmas la llevaron directamente al Hospital. Por fin pudo abrazar aquel pequeño trozo de carne y hueso que había constituido el móvil de su azaroso periplo. Triste y hermoso pasado, a la vez, porque Cyntia, sin saberlo, fue la protagonista y heroína de una tragedia griega durante nueve meses. 
Ahora, felizmente casada, vive en Lugo y se enfada con su hija porque no dedica la suficiente atención a todo aquello que ella no pudo estudiar.
Aunque un viaje como este, de padecimientos, inquietudes e inhumanos tratos, sea demasiado largo, África no está tan lejos. Esta ahí y, ahora mismo, habrá muchas Cyntias esperando que cambie su hado.
Esto lo escribo con el único objeto de que todos lo recordemos, para que nuestra sensibilidad no se disperse en las veraniegas arenas de las playas o en los escaparates de las rebajas de agosto.  


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