Confieso que siempre he sentido predilección por este monasterio del Císter, desde que en el año 1995 me acogió como peregrino en mi Camino Norte de Santiago. En el sigo escuchando el silencio, hoy día bien tan escaso, y aunque sea solo unas horas, siento allí esa paz interior que todos añoramos. Probablemente esa paz se encuentra en muchos otros lugares, pero para buscar esa sintonía especial hay que recurrir a escenarios determinados que favorecen el estado de ánimo.
La que siempre me impresiona, tantas veces como la visite, es su monumental iglesia, desafiante Barroco gallego, majestuosa pero tristemente abandonada. Sus muros recubiertos de verdín de siglos son una llamada de alerta para este patrimonio olvidado de las instancias públicas.
Creo que es precisamente ese estado patético de desidia, el que favorece, al menos en mi caso, una cierta conexión espiritual.
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