sábado, 2 de julio de 2016

Rumanía


Unos amigos nos sugirieron un viaje a Rumania por una semana y rápidamente aceptamos; no me gustan los viajes colectivos porque en ellos se pierde ese punto de aventurilla, de improvisación o de veleidad personal que salpimientan cualquier experiencia viajera. En cualquier caso, esta corta estancia en Rumanía ha sido gratificante y nada que alegar en contra.
Pero, ¿qué es lo que verdaderamente buscamos en los viajes? No lo sé muy bien, quizás la novedad, el cambio de escenario, la ruptura temporal de la rutina, conocer a gentes a veces muy diferentes que hablan y se comportan de otras maneras. Todo ello puede ser o, probablemente, sea la mezcla de todo ello. 
Yo os digo mi impresión, pero es que ahora, tras múltiples experiencias, lo que mas me atrae, por encima incluso de los paisajes y de las gentes, es la posibilidad, o la habilidad, o la fortuna, de captar cualquier momento álgido, espontáneo, fugaz como una chispa eléctrica que nos emocione, que nos llegue muy adentro. Será inesperadamente y durará poco, lo suficiente para conmovernos y para recordarlo ya para siempre. Algo muy por encima de las habituales banalidades en las que solemos incurrir cuando nos convertimos en turistas.


Y esa chispa, ese momento surgió en la puerta del Monasterio de Voronet, una de tantas perlas que salpican los Carpatos septentrionales. 
Salíamos, como siempre, favorablemente impresionados por el fervor de la gente metida en sus rezos, arrodillada y casi pisoteada por los visitantes que, inconscientemente, profanábamos su intimidad religiosa. Aquí hemos recordado algo que en nuestro país se ha perdido ya. Y es que cuando uno tiene la fortuna de encontrar a Dios y hablar con El, nada ni nadie debiera interrumpir tan sacrosanto diálogo. Es, desde luego, la comunicación más trascendente a la que los humanos podemos tener acceso.  
Yo me encapriché de una sencilla pulsera con cuentas de madera y una crucecilla ortodoxa y, como no disponía de moneda local, intenté pagar con euros; aquello causó un pequeño revuelo y la joven que me atendía se dirigió a la monja e intercambió con ella palabras y dinero. Poco después me devolvían mis euros y la joven porfió conmigo para que me quedara con la pulsera. Mostré mi agradecimiento pero, poco después, cuando ya habíamos salido del recinto del monasterio, la misma joven me alcanzó y me ofreció una cruz ortodoxa con su cadena de cuero, sin aceptar nada a cambio. Al tiempo que me recuperaba de mi asombro, la joven desapareció. 
Apenas me queda un fugaz recuerdo de su rostro, pero en mi perdurará por mucho tiempo su espontáneo gesto de generosidad. Y no me separaré de la pulsera y de la cadena, porque pienso que bien pudieran ser una señal, una llamada de Ese ante quien se inclinan humildemente los fieles rumanos.  



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